Sin una interrogación detrás

Han sido dos de los días más negros de mi vida. Y creía que todo se desvanecía. Las cosas en las que creo iban desapareciendo una a una. Y el dolor se apoderaba de mi inundándome como cuando las olas se comen la playa por marea alta. No le encontré sentido a nada.
Sin embargo, a pesar de no ver más que el negro de la noche en aquella acera a la que juro que no volveré, no quería rendirme. 

Tú estabas a mi lado. Milagro de ojos azules, tez blanca y pelo rubio. Mi rubio. Introspectivo, me lees cogiéndome la mano. Me entiendes mirándome a la cara: las cosas no iban bien. Intentaba gritarte cuanto te quiero. Intentaba olvidar todo lo malo del pasado. Empezar de nuevo contigo.
Y lo más increíble era que seguías ahí. 

Sujetando mis cimientos. 

Mi casa.

Mi vida.


Seguías ahí. Hablándome bajito para ayudarme a ser mejor persona. Abrazándome y sujetando la demolición que se produjo un 4 de noviembre. Imparable, me quisiste reconstruir entera. Esa creo que fue la prueba final. Nunca he conocido a nadie con tantas ganas de quedarse. Aunque el barco se hundiera y te gritaba que saltaras y te salvaras tú.
Nunca había conocido a nadie tan empeñado en quererme, e intentar que no fuera tan sonado.

Pero suena. A mi me suena La Raíz cada vez que me pregunto por qué. Y me quiere sonar también enfadarme contigo y gritarte cobarde; aquel día que te juzgue sin conocerte demasiado. Ese día no tenía ni puta idea de lo que significaba de verdad el amor. 

Hoy, permíteme que me trague mis preciosas palabras a modo de textos instructivos sobre lo que es querer, y los vomite. Tantos años escribiendo sobre lo que se siente y nunca se deja de sentir. Tantos años haciéndome mil preguntas e intentándole sacar a todo su doble sentido. 
Y llegas tú y me enseñas de una vez por todas que el amor no son preguntas. Es tener siempre respuestas, aunque a veces no se digan en voz alta.

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